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Por qué pasear por el campo calma a nuestro cerebro

Lo decimos y oímos en numerosas ocasiones. Personas que, agobiadas por la gran urbe, pasan unos días en la naturaleza como medio de evasión. Todos sabemos que funciona. Unos días de relax rural y volvemos a nuestras ciudades “con las pilas cargadas”.

La concentración de personas en núcleos urbanos crece más rápido de lo deseado. Actualmente, más de la mitad de la población mundial vive en ciudades, y se espera que este número siga subiendo. Se estima que 7 de cada 10 personas en el mundo habitarán en 2050 grandes poblaciones. Muchos de ellos pasarán hasta el 90 % de sus existencias sin salir de ellas.

 

La vida en la ciudad tiene sus ventajas, pero también supone un riesgo importante para la salud mental. De hecho, los trastornos del estado de ánimo, la ansiedad o la depresión son hasta un 56 % más frecuentes en los entornos urbanos que en los rurales.

 

 

Pero ¿cuál es el mecanismo cerebral que permite que la naturaleza nos cambie la percepción de las cosas? Parte de la respuesta podría estar en la amígdala.

 

Eso sugería un estudio de hace algunos años: en situaciones de estrés, la amígdala se activa más en los habitantes de ciudades que en los de áreas rurales.

 

La amígdala es la región del sistema nervioso encargada del control de las emociones y los sentimientos. Se encuentra en una posición privilegiada que le permite establecer conexiones con gran parte del cerebro. Una de esas regiones es el lóbulo frontal, lo cual explica que la amígdala participe en la inhibición de conductas y toma de decisiones.

 

Y además de las ya mencionadas, la amígdala interviene en otras actividades como el control de la ingesta –es responsable de la sensación de saciedad–, la gestión del miedo y el estrés, la estructuración de los recuerdos, la regulación de la conducta sexual o el control de la agresividad.

 

Pero no demonicemos a la amígdala. Al fin y al cabo, la esencia del miedo es la supervivencia, y esta porción del cerebro nos ayuda a sobrevivir evitando situaciones de peligro. Esto es posible gracias a que revisa continuamente la información que nos proporcionan los sentidos, detectando al momento aquello que pueda afectar a nuestra supervivencia (sea real o no). Una vez identificada la amenaza, elabora una respuesta que nos aleja del riesgo, y nuestra probabilidad de supervivencia crece.

Pero ¿es posible actuar sobre la amígdala para evitar la ansiedad o el estrés?

Farmacológicamente sí, aunque la ciencia también nos ofrece otra posibilidad más económica, sencilla y ecológica: el simple contacto con la naturaleza.

Un estudio reciente ha demostrado que la exposición repetida a entornos naturales actúa positivamente sobre la actividad de la amígdala. De esta manera, la personas en contacto frecuente con la naturaleza presentan una menor actividad de su amígdala en situaciones de estrés.

Interactuar con el medio ambiente supone, por tanto, una forma de mejorar la salud mental. Los japoneses tienen una palabra al respecto: shinrin-yoku o baños forestales.

A la misma conclusión han llegado muchos otros estudios. Estos demuestran que el contacto con la naturaleza aumenta nuestra sensación de felicidad y disminuye la angustia mental, puesto que reduce las emociones negativas y el estrés.

También nos dota de mayor capacidad de gestión de las tareas diarias, mejorando la capacidad de la llamada memoria de trabajo, que nos permite el almacenamiento temporal de información en el cerebro. A esto hay que sumarle una mejora de la función cognitiva –atención, memoria, orientación– tanto en adultos como en niños, que mejoran su imaginación, creatividad y rendimiento escolar.

Otra de las ventajas de salir al campo es que es una actividad que se puede realizar en solitario. Consecuencia de ello es que las personas que pasean solas en la naturaleza tienen una menor predisposición a sufrir depresión y estrés.

Como todo buen tratamiento, el contacto con la naturaleza también requiere una dosis. Los beneficios que aporta a la salud mental aparecen siempre y cuando tenga la duración adecuada: media hora como mínimo y al menos una vez a la semana.

En conclusión, la exposición a la naturaleza disminuye la actividad de la amígdala y tiene efectos beneficiosos en las regiones del cerebro relacionadas con el estrés. Esto sugiere que pasear por el campo amortigua los efectos perjudiciales de la vida en la ciudad. Y a su vez, actúa potencialmente como medida preventiva contra el desarrollo de algunos trastornos mentales.

Abandonar la ciudad en busca de vegetación y aire limpio no siempre está al alcance de todos. En este sentido tenemos un enemigo: el crecimiento masivo y descontrolado de las ciudades, cuyos planes urbanísticos no incluyen grandes espacios verdes. O si los incluyen es con fines decorativos, sin tener en cuenta los beneficios que pudieran tener para el estado de ánimo de sus habitantes. A este respecto, el impacto de los espacios verdes urbanos en la salud mental ha sido objeto de investigación desde hace años. Muchos científicos señalan la necesidad de incluir elementos naturales en nuestros proyectos de ciudad, teniendo en cuenta los numerosos beneficios que reportan a nuestra psique.

Mientras esperamos a que nuestras ciudades se tiñan de verde, no queda otra que cuidar mucho nuestro entorno natural. Es por nuestro bien: no nos conviene enfadar a la amígdala.

Fuente: The Conversation